“Siempre voy corriendo”, dijo Ana nada más entrar en consulta. Era cajera de supermercado, tenía 35 años y dos hijos pequeños. Su vida entera —el trabajo, la crianza, las tareas domésticas, los fines de semana e incluso las vacaciones— era una lista interminable de cosas por hacer. No había un solo momento para ella, para parar, para simplemente estar. Estaba agotada. Había colapsado.
Y sin embargo, su historia no es un caso aislado. Millones de personas viven así cada día, sin tiempo, sin pausa, sin respiro. Y lo peor es que lo hemos normalizado tanto, que ya ni siquiera lo vemos. ¿Te has sentido alguna vez así?
El libro Parar para vivir mejor arranca con una invitación poderosa que viene de la sabiduría antigua:
“Conócete a ti mismo”, decía el frontón del templo de Apolo en Delfos.
Y para conocernos, hay que observarnos. Pero eso exige parar. Y ahí está la dificultad.
Cuando era niño, el autor solía sentarse con su padre en un banco a ver pasar a la gente. Le fascinaba mirar las caras, imaginar sus pensamientos, inventar historias sobre ellos. Pero lo que más le llamaba la atención era la prisa. Todos iban deprisa.
—¿Por qué corren tanto? —preguntaba.
Con los años, dejó de notarlo. Ya no veía que los demás corrían. ¿La razón? Él también iba corriendo. Había entrado en el mismo ritmo, en la misma rueda, y ya no podía ver desde fuera.
Esto es algo que nos ocurre a muchos: cuando vivimos a la misma velocidad que el entorno, dejamos de darnos cuenta de que estamos acelerados. Solo cuando te detienes, puedes ver la locura que es correr todo el día.
Una de las mejores formas de tomar conciencia es observar a los demás. Porque —como dice el refrán— es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.
¿Qué ves cuando observas a la gente por la calle?
Frentes fruncidas. Mandíbulas apretadas. Cuerpos tensos. Impaciencia ante un semáforo, nervios cuando alguien camina despacio delante. Y además, siempre haciendo algo: escuchando música, consultando el móvil, hablando por auriculares… No pueden estar sin estímulos. El silencio incomoda. El aburrimiento desespera.
Y quizá, si te detienes a mirar un poco más, verás que tú también haces lo mismo.
Una parte significativa de la población —entre el 20% y el 30%— vive atrapada en este estado de actividad permanente. La consulta del autor como psiquiatra lo confirma: personas que no pueden dejar de pensar, de planificar, de exigirse. Personas perfeccionistas que nunca sienten que han hecho suficiente, y que, al final del día, en la cama, no logran desconectar. Les asaltan las preocupaciones, el insomnio. Y así, día tras día, sin tregua.
El estrés se ha convertido en una pandemia silenciosa. A diferencia de otras enfermedades, no se detecta fácilmente. No tiene síntomas evidentes al principio. Aparece poco a poco, nos acostumbramos, y cuando queremos darnos cuenta, ya estamos metidos hasta el cuello.
La metáfora de la langosta lo ilustra muy bien:
Si echas una langosta viva en agua hirviendo, se resiste violentamente. Pero si la pones en agua fría y calientas poco a poco, no se da cuenta de que está muriendo.
Eso mismo nos pasa con el estrés.
Un caso llamativo es el de Luisa, médica de familia. Tras la pandemia, empezó a dormir mal, estaba irritable, cansada, dispersa. Y no entendía por qué. Pese a sus conocimientos médicos, no pensó que pudiera tener estrés. En la consulta le pregunté ¿Tú qué crees que es?
—He llegado a pensar que podría ser estrés —dijo.
—¿Y qué te hace dudar?
—Que nunca creí que esto me podía pasar a mí.
¿No te resulta familiar? Muchos creemos que esto solo les pasa a otros. Pero el estrés no discrimina. Y cuanto más preparados o responsables creemos ser, menos nos permitimos parar.
Hay una pregunta clave que el autor plantea a sus pacientes y alumnos de mindfulness:
¿Puedes pasar una tarde entera sin hacer nada y no sentirte mal o culpable por ello?
Las respuestas dividen a las personas en dos grupos:
Ese es el núcleo del problema. Todo es importante: el trabajo, los hijos, el compromiso social, el cuidado de otros. Pero si todo es igualmente importante, entonces nada se prioriza, y lo que se sacrifica siempre es lo mismo: el descanso, la salud, el ocio, el tiempo personal.
Incluso las vacaciones se convierten en una extensión del estrés: listas de cosas que ver, actividades que cumplir, horarios apretados. Y si algo falla, aparece la sensación de fracaso.
¿Te suena?
Vivimos en una sociedad que glorifica la prisa. Decir “no tengo tiempo” es una medalla. Ir con la agenda llena da prestigio. Si cuentas que estás siempre ocupado, generas admiración. Pero si dices que te dedicas tiempo, que descansas, que priorizas tu bienestar, te miran con recelo.
Te tachan de vago, irresponsable, egoísta.
Pero como advierte el autor: la opinión mayoritaria no siempre es la más sabia. En una sociedad enferma, estar sano puede parecer raro. Cada uno debe aprender a reconocer qué necesita para vivir en paz, no solo para producir más.
Esta frase, atribuida a Milarepa, sabio tibetano del siglo XI, resume una verdad profunda: nunca se acaban las tareas, los correos, las obligaciones. Siempre habrá algo más por hacer. Si no sabemos parar, lo urgente se comerá lo importante.
El caso de David lo refleja con dureza. Emprendedor de éxito, levantó su empresa desde cero. Trabajaba sin parar para asegurar el futuro de su familia. Pero año tras año, posponía su decisión de parar. Siempre había una razón más para seguir: un cliente clave, un nuevo mercado, una expansión. Hasta que lo perdió todo: su matrimonio, la relación con sus hijos, a sus amigos. Cuando quiso recuperar lo esencial, ya no quedaba nadie.
No supo parar a tiempo. Y eso nos puede pasar a cualquiera.
Parar para vivir mejor no propone una vida sin compromisos ni responsabilidades. No es una llamada a la pasividad. Es una invitación a recuperar el control de tu tiempo, a dejar de correr porque todo el mundo lo hace. A darte cuenta de que tu bienestar también es importante, y que no necesitas estar ocupado para sentir que vales.
¿Qué pasaría si, en lugar de apretar más la agenda, comenzaras a vaciarla?
Quizá, en ese espacio, puedas volver a encontrarte contigo mismo.
Del Libro:
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