En un antiguo reino oriental, existía un príncipe que había sido absolutamente protegido por su padre, el rey. Siempre estaba rodeado de sirvientes que satisfacían todos sus caprichos. Uno de los más llamativos es que se desplazaba siempre sostenido en un palanquín por sus lacayos e iba descalzo. Cuando bajaba para andar, los servidores extendían ante sus pies desnudos piezas de tela que aproximaban unas a otras, para que noto case el suelo, sino solo el delicado tacto de la tela.
Lógicamente, para poder andar requería muchos sirvientes que enmoquetasen el suelo y el proceso resultaba lento. Este sistema podía realizarse en la ciudad o con suelos llanos, pero muchas zonas pedregosas o agrestes que existían fuera de la ciudad jamás pudo visitarlas.
Un día, un sabio consejero del rey le comentó al príncipe la posibilidad de llevar zapatos, como hacían otras muchas personas en el reino. Su alteza reconoció que había valorado esa posibilidad alguna vez, pero no la veía adecuada. Sus pies se sentirían oprimidos por los zapatos pero, además, sabía que los zapatos no protegían lo suficiente si el suelo tenía piedras o había charcos en el suelo, por lo que sus pies sufrirían. Por tanto, el príncipe desechó la idea y siguió enmoquetando el mundo.
Esta leyenda ilustra la expectativa que tenemos los seres humanos con el mundo. Los sirvientes y la moqueta son el diálogo interno y los zapatos son la aceptación.
El terrible miedo al dolor, el sufrimiento primario e inevitable de la vejez, la enfermedad y la muerte, nos lleva a enmoquetar el mundo con el diálogo interno, de forma que siempre estamos calculando, planificando, temiendo cualquier sufrimiento que podamos experimentar. El resultado es un agotador esfuerzo de planificación y preocupación que nunca nos puede proteger del suelo pedregoso de la vida, porque no lo controlamos.
Lo que proponemos es calzarse los zapatos de la aceptación y echar a andar libres por la vida, fundiéndose con ella. Por supuesto, notaremos las piedras y los charcos bajo nuestros pies, pero también la placidez de la hierba.
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