La atención no es una cualidad menor de la mente, sino que desde los orígenes de la psicología se considera fundamental. William James, uno de los padres de esta disciplina decía:
“Mi experiencia es aquello a lo que decido prestar atención” (James, 1890).
Nosotros construimos continuamente el mundo con nuestra atención. Así, una persona hipocondríaca no puede dejar de prestar atención a síntomas, enfermedades y médicos. Un individuo deprimido o pesimista no puede dejar de prestar atención a pensamientos y emociones negativos, mientras que un sujeto optimista o alguien que es feliz prestan sobre todo atención a los pensamientos y emociones positivos. Pero la vida de todos nosotros no es muy diferente, el punto clave es dónde ponemos nuestra atención.
La principal consecuencia de la inatención es la disminución del rendimiento en cualquier actividad que realizamos. Pero otro efecto, seguramente aún más importante, es el mayor estrés que padece la persona no atenta, por dos razones:
En las consultas de psiquiatría, una de las principales quejas de los pacientes es: “Doctor, déme algo para dejar de pensar”. La mayoría de las veces no es porque esos pensamientos sean negativos o desagradables, son simples rumiaciones sobre preocupaciones de la vida diaria, pero el parloteo continuo de la mente es agotador.
Si bien la psicología desde el principio valoró el entrenamiento en la atención, no sabía muy bien cómo conseguirlo de una forma suficientemente eficaz hasta la introducción de la meditación en occidente a mediados del siglo XX. La buena noticia es que la atención se puede entrenar con el uso regular de prácticas específicas. De hecho, mindfulness podría definirse como lo contrario al proceso de inatención.
Pero la falta de atención no solo afecta el rendimiento en cualquier tarea, sino que también es una de las causas de que no seamos felices. Uno de los estudios más concluyentes sobre este tema es el de Killinsworth y Gilbert (2010) quienes entrevistaron, mediante una aplicación móvil, a 2250 voluntarios en períodos aleatorios, unas cuantas veces al día durante varios días. Les preguntaron lo felices que eran, qué estaban haciendo en ese momento y qué estaban pensando. Específicamente querían saber si su pensamiento se centraba en lo que estaban haciendo o sobre otro tema; y si era agradable, desagradable o neutro.
Confirmaron que los seres humanos permanecemos de media el 46,9% de nuestro tiempo de vigilia pensando en algo diferente a lo que estamos haciendo, es decir, la mente divaga habitualmente. En ninguna actividad, por atractiva que sea, pasamos menos del 30% del tiempo con mente errante, excepto cuando practicamos sexo.
A diferencia de otros animales, los humanos podemos permanecer mucho tiempo pensando circunstancias diferentes a las que ocurren en ese momento: sucesos del pasado, lo que podría ocurrir en el futuro o, incluso, circunstancias que sabemos que nunca van a ocurrir. En suma, parece que la mente errante es la forma de funcionar de nuestra mente “por defecto”.
Nuestra actividad mental está invadida por lo que no está presente. Estos autores afirman que “la capacidad de pensar en lo que no está ocurriendo es un desarrollo cognitivo que tiene un coste emocional”. Confirmaron que la mente errante está negativamente asociada a la felicidad: las veces que nos vamos del presente y a dónde nos vamos constituye un mejor predictor de felicidad que la actividad que estamos haciendo en ese momento. De hecho, los investigadores calcularon que lo que uno está haciendo en un momento dado solo explica el 4,6% de su felicidad, mientras que el hecho de estar atento a lo que se está haciendo, sin importar lo que esto sea, explicaría el 10,8% de la felicidad. Y lo que es más importante, la mente errante sería la causa, y no la consecuencia, de la falta de felicidad.
Fuente: Garcia Campayo J. Nuevo Manual Práctico de Mindfulness. Barcelona: Siglantana, 2018.
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